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ISSN 1989-4163

NUMERO 95 - SEPTIEMBRE 2018

Entre Árboles

Marta Aragón

La luna resplandecía entre las hojas que se mecían por la brisa nocturna; un vientecillo, que traía bajo el brazo el penetrante aroma de resinas boscosas, juguetón, colmaba al bosquecillo de rumores. Era plenilunio. Las sombras se habían vuelto azulosas y se esparcía una luz difusa que llenaba el ambiente de misterio y magia; de esa magia que despoja a la noche de su aspecto ordinario, da vida a lo inanimado, y voces al eterno silencio de piedras y árboles. Esa noche, en el cauce seco del arroyo del Cañón de Doña Petra, al que se llega por el camino en que desemboca la calle Ruiz de la ciudad de Ensenada, un enorme y añoso encino conversaba con un aliso alto, esbelto y de tronco retorcido:
-  Parece que ahora sí podremos conversar tranquilos sin que nadie nos interrumpa.
- Así es. No creo que alguien venga ya armado de palas, barras y picos, a buscar el tesoro.
- Que creen que aquí se encuentra, ¿no? Hasta la fecha nunca has querido sacarme de la duda, contándome la historia de la que sospecho fuiste testigo.
Un enorme suspiro del encino estremeció la totalidad de hojas de su fronda y rumor como de cascabeles se esparció por el ambiente.
-  Mmmmm… Soy el único que sabe la verdad por ser el más viejo del lugar. Soy el único testigo viviente de esta leyenda.
-  ¿Leyenda?
-   Es una leyenda, amigo aliso.
-   Entonces es mentira, ¿no es así?
- Las leyendas se basan en hechos reales; pero la gente, con el paso del tiempo, las transforma dándoles tintes mágicos.
- ¡Hasta pareces profesor! ¿Por qué mejor no me cuentas todo? Estoy seguro que nadie vendrá a interrumpirnos. Llevo mucho tiempo esperando escuchar la historia. Los años pasan y el número de hoyos excavados aumenta, y hasta la fecha, no he visto que nadie encuentre el ansiado tesoro.
- La noche es larga y callada, que mejor que revivir esa vieja historia.
- Tenlo por seguro. Hasta las lechuzas que anidan en tu copa estarán encantadas de oírla; igual los matorrales y todos sus ramajes, las piedras del aguaje, las higueras que sembró el difunto Juan Murillo hace muchísimos años. ¡Todos!
Bueno. Ante la insistencia de público tan selecto y conocedor, empezaré a contar el relato del Tesoro del Cañón de Doña Petra:
“Hace muchísimos años, cuando apenas yo era un arbolillo recién salido de mi bellota madre, llegaron unos hombres exactamente al lugar en el que brota el pequeño aguaje que aún nos sustenta. Era una tarde próxima a volverse noche. En el cielo se veía la luna enrojecida por el sol lejano. Los ruidos del bosquecillo indicaban que los animales diurnos se preparaban para el descanso y que las aves nocturnas ya habían despertado pero cesaron su movimiento cuando sintieron que cinco hombres se acercaban por una vereda.
La luz mortecina de la tarde me permitía verlos con claridad. Eran hombres de tez negra y elevada estatura. Cargaban, por las argollas, un enorme cofre de madera que debía pesar mucho porque los portadores jadeaban del esfuerzo. Los acompañaban otros tres hombres de raza blanca. Uno pelirrojo, otro rubio y el tercero tenía la cabellera oscura. Los tres con el greñero largo y el rostro barbado. El que parecía jefe vestía una casaca vieja y roja, usaba parche en el ojo izquierdo, sombrero negro de tres picos y la reluciente espada balanceándose de la faja que enrollaba su cintura; por el lado contrario traía un revólver que dejaba ver las cachas de madera. Le pendía del pecho una sarta de cadenas de oro y una gran arracada dorada brillaba entre sus cabellos oscuros. Los otros dos vestían pantalones anchos y botas con gran doblez; camisas de mangas bombachas, la cabeza cubierta por pañolones rojos, espadas relucientes y grandes arrancadas de oro en las orejas. El pelirrojo tenía una pata de palo, y el rubio una cicatriz que le cruzaba la cara desde la frente hasta el inicio de la barba en el lado de izquierdo, y cargaba un látigo terciado a la espalda. El aspecto de los tres hombres era fiero y cruel. Se adivinaba en ellos la costumbre de segar vidas sin el menor remordimiento de conciencia.
−¡Alto! −gritó el jefe− Hasta aquí llegamos. Parece buen lugar. Jimmy Red Shadow, dile a los negros que pongan en el suelo el cofre. Blondie Pete, ayudarás a los hombres a cavar un pozo al pie de ese encino viejo. Pero antes bebamos un buen trago de ron para tomar fuerzas. Mientras escarban, anotaré las señas del sitio para saber dónde buscar cuando regresemos.
−Hace falta un buen trago, hay frío, ¿no, Red Shadow?
−Nos vendrá muy bien. Pero a los negros que les den agua solamente.
−Quieres todo el ron para ti, bribón; pero hay que darles un trago a los negros; les toca cavar y necesitan que se les caliente la sangre. Anda, Blondie Pete, saca la garrafa y dame de beber a mí primero.
El capitán Kirk tomó la garrafa por la oreja y se empinó un largo trago que le gorgoteó por el gaznate. Siguió Blondie Pete, luego Red Shadow, y por último los negros que se encontraban tirados en el suelo por el cansancio.
Las paladas de tierra caían cerca de mí. Los negros cavaban y Blondie Pete los azuzaba para que hicieran rápido su trabajo. La noche avanzaba, el bosquecillo se llenó de sombras y estremecimientos de hojas, porque de los cerros vecinos bajaba una brisa ligera que llenaba de rumores el ambiente. Las paladas se volvieron acompasadas, igual que los jadeos de los pobres negros que se apuraban por el temor de ser azotados por Red Shadow.
− Espero que estemos de camino antes del amanecer para poder levar las anclas del Southern Wind y regresar a la ruta de la Nao de China; de seguro traerá un buen cargamento de barras de oro para llevarlo a Las Filipinas.
−¡Apura a los negros, Red Shadow; la noche camina rápido y tenemos que regresar!
−Son unos lerdos estos hijos de perra; pero les sacaré fuerzas a punta de latigazos.
Los azotes reverberaron en la noche acompañados por los gritos de los negros.  Alcancé a percibir ahogados sollozos que brotaban de sus gargantas. Un gran montículo de tierra impidió que siguiera viendo lo que sucedía a la luz de la luna llena que diluía las sombras de la noche. Tuve que conformarme con los ruidos que provenían del sitio de marras. Jadeos, voces, arrastrones, pujidos y azotes de látigo. Un gran golpe y un estremecimiento me hicieron suponer que el cofre había caído al fondo del hoyo. Siguieron las paladas de tierra para cubrir el agujero. Al poco escuché los golpes planos de las palas para comprimir el gran montículo que quedó encima del tesoro.
−Dignos piratas de la reina de Inglaterra. El oro español llenará nuestras arcas porque son unos malditos perros avorazados que no merecen quedarse con las riquezas del Nuevo Mundo. ¡Salud a nuestra soberana! ¡Dios salve a la reina!
−¡Dios salve a la reina!
−Blondie, saca la garrafa para brindar por esta empresa y por Elizabeth I.
Hasta mí llegaron las voces jubilosas y el canto de los tres hombres que se encontraban embebidos en aquella celebración.
−Ahora, ¡mata a los negros y ¡entiérralos aquí junto! ¡Serán la señal! ¡Sus huesos apuntando al norte, serán la clave!
Red Shadow soltó una carcajada que se esparció entre los árboles. No cabía duda que le encantaba matar gente; era un asesino contumaz y despiadado. Escuché el chillido del filo de la espada cuando salió de la funda. No iba a matarlos a tiros. Los degollaría o les llenaría de piquetes el cuerpo. Pero lo que el pirata no imaginaba era que los negros habían huído sigilosos hacia al norte, cuando los piratas cantaban y bebían ron.
−Blondie… ¿En dónde están esos malditos bastardos?
Los tres hombres, desesperados, buscaban entre las oscuras sombras del bosque; fue en vano, los negros huyeron rápido y sin hacer ruido; se habían perdido entre los densos matorrales y pedruzcos que rodeaban a la arboleda.
Casi amanecía cuando el capitán Kirk dijo a sus hombres:
−No busquen más. Esos malditos no sobrevivirán a estas tierras desérticas. Regresemos al Southern Wind para dibujar el mapa cuando estemos a bordo. Les recuerdo que está próxima a salir de Acapulco la Nao de la China y hay rumores que viene repleta de barras de oro y plata. Ya vendremos de regreso a buscar este cofre.
Hasta mí llegaron las voces y los cantos de los piratas que se alejaban. Al poco regresó el silencio que se rompió con los ruidos de la vida que despertaba al amanecer. Palomas, codornices, ardillas y conejos, bajaron a abrevar al aguaje y a buscar el primer alimento del día que pronto volvió a la normalidad. Sólo yo estaba en situación precaria, casi enterrado por la tierra sacada del pozo. Para mi fortuna, una lluvia temprana vino a salvarme. Fui prosperando con lentitud, tal y como lo hacemos los encinos, hasta volverme corpulento y frondoso como estoy en estos días.”
−¿Y qué pasó con esos hombres? ¿Regresaron?
−Jamás. No volví a saber de ellos, ni pájaros ni vientos ni tormentas volvieron a mencionarlos. Se esfumaron. Y sólo existen en mi memoria.
−¿Y los negros? ¿Qué sucedió con ellos?
−Se salvaron. Una brisa de abril me contó que anduvieron vagando mucho tiempo. Sobrevivieron con raíces y animales del campo hasta que una tribu de kumiays los acogió. Contaron lo que sabían, pero para los nativos un tesoro enterrado no significaba nada y no hicieron caso. La historia pasó a formar parte de sus cuentos; a la larga dejó de contarse, hasta que un día fue escuchada por un hombre blanco que se asentó en lo que hoy es Ensenada. Vino a buscarlo, pero ya no había ningún rastro del tesoro. Cavó inutilmente.
−Entonces, hermano, la leyenda tiene parte de verdad, ¿no es así?
−Claro. Se ha deformado tanto, que atribuyen el tesoro a un tal Joaquín Murrieta que vino a enterrar sus ganancias a este lugar. Pero no es cierto. El tal Murrieta no enterró nada. Aquí sólo existe el cofre de los piratas; que a estas alturas sólo consta de una gran cantidad de doblones de oro iguales que los que cayeron al mar cuando excavaron el cerro El Vigía para rellenar el muelle de Ensenada. Pero ése es otro relato que me contaron las gaviotas cuando vienen hasta aquí.
−¿Encontrarán ese oro algún día?
−No lo creo. Es dificilísimo que den con él, casi imposible.
−¿Por qué razón?
−Mmm. Muy sencillo. Mis raíces crecen en la misma proporción que mis ramas y con el tiempo el cofre quedó dentro de las infinitas ramificaciones de mi raíz. El oro forma parte de mí. Para encontrarlo, tendrían que tumbarme a mí, y eso a nadie se le ha ocurrido.

 


Entre árboles

 

 

 

 

 

 
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